Recuerdan los viejos del lugar aquellos días de fiesta, cuando se montaban en las plazas de pueblos y ciudades diversos tenderetes, de mayor o menor tamaño, con puestos de tiro, atracciones de feria, churrerías, caballitos y similares. Había una empresa que recorría toda la geografía de España con diversas atracciones. Una de ellas era un teatrillo, si es que se puede llamar así, en el que un presentador con mucha labia dirigía a un grupo de colaboradores que se dedicaban a hablar (mal hablar) de personajes populares.
El guión se repetía día a día por la tarde y alguna que otra noche con los mismos actores. El presentador, un hombre con un gran sentido del humor, daba la palabra a uno de sus colaboradores y, apenas segundos después, lo interrumpía para contar alguna de sus gracias. Nunca podían finalizar su intervención. A pesar de ello el espectáculo triunfaba.
De vez en cuando, más de las recomendables, los colaboradores se insultaban entre si. Alguno, con el fin de evitar males mayores, abandonaba el escenario. El presentador salía a buscarlo. Los espectadores aplaudían. Lo hacían cuando el director de aplausos se lo requería. Eran unos mandados.
Todas las intervenciones se centraban en criticar a personajes populares. En ocasiones se llegaba al insulto y a la descalificación. Cuanto mayor fuese el número de insultos más eran los aplausos. La crispación flotaba en el ambiente. De vez en cuando, con el fin de reducir la tensión, alguno de los colaboradores bailaba o cantaba. Imperaba la vulgaridad. A pesar de todo, a mucha gente le gustaba este pseudoespectáculo.
Un día, una persona que trabajaba para la misma empresa pero en otra atracción, declaró a los medios que se sentía avergonzada de tener por compañeros a los del teatrillo. No entendía ni compartía con ellos las críticas que hacían a determinadas personas. Las consideraba una falta de respeto. Fue el principio del fin del teatrillo. En muchos pueblos y ciudades se quedaron sin espectadores, los fueron perdiendo poco a poco. La empresa, después de comprobar que el negocio ya no era rentable, decidió suprimirlo de sus giras pueblerinas.
Hoy los viejos del lugar lo recuerdan con nostalgia. Todos, unos más y otros menos, tenemos un cierto grado de crueldad depositado en el fondo de nuestro espíritu. Los productores de espectáculos lo saben, como lo sabían los del teatrillo que se montaba antaño en pueblos y ciudades, y lo aprovechan para montar su negocio y engañar a los incautos. Así fue y así sigue siendo.