En el frívolo y apresurado mundo actual en que vivimos existe una preocupante distorsión entre la información que ofrecen las compañías farmacéuticas sobre sus productos y los efectos reales de éstos. Se trata de vender a toda costa, incluso a costa de nuestra salud, escondiendo en algunos casos tanto los resultados de estudios que no son favorables al fármaco como la escasa –o nula– validez científica de las investigaciones realizadas para su desarrollo y comercialización. Acaba de publicarse en PLoS Medicine un revelador artículo sobre la desconexión que existe entre los anuncios de medicamentos antidepresivos y la realidad científica que los ampara.
La investigación científica da pie_general a la fabricación y venta de muchos medicamentos que son útiles, e incluso esenciales, para la salud de todos. Las vacunas, por ejemplo, son prácticamente indispensables para mantener la esperanza de vida actual. Pero hay algunos casos en que los productos que se venden no están apoyados por el rigor de la ciencia, sino más bien por la información engañosa y la voracidad capitalista.
Desde hace tiempo se sabe que algunos de los medicamentos que nos recetan los discípulos de Hipócrates no hacen el efecto deseado o, al menos, con la eficacia que proclaman los poseedores de las patentes. Esta poco saludable noticia puede extraerse, por ejemplo, de un trabajo publicado en 2003 en el British Medical Journal (BMJ) por un equipo de investigación de la Universidad de Toronto.
La principal conclusión de este trabajo es que si un estudio científico para el desarrollo de un fármaco está financiado por una compañía farmacéutica, el resultado tiende a favorecer al producto fabricado por esa misma compañía (con una probabilidad de 4 a 1). Este desequilibrio no existe en los estudios financiados por otras fuentes. O sea, existe una presión económica, una mano fantasma, que puede dirigir experimentos en principio puramente científicos, y por lo tanto objetivos, y convertirlos en ciencia mal hecha para favorecer los intereses de unos pocos.
Un proceso bajo sospecha
La manipulación es sutil y supera alegremente los severos filtros que tiene la ciencia para la investigación y publicación de resultados. Según los autores del estudio publicado en el BMJ, el sesgo puede producirse en la raíz misma del proceso de desarrollo del fármaco, en el que existen dos etapas importantes: por un lado está la investigación en el laboratorio y por otro el proceso de validación de los resultados.
Los experimentos de laboratorio financiados por empresas farmacéuticas son de igual o mejor calidad que el resto, pero puede ocurrir que el diseño experimental sea erróneo, lo cual lleva a una interpretación errónea de los resultados (en este caso erróneo quiere decir favorable a los intereses de la compañía).
Todos los científicos sabemos, o deberíamos saber, que tan importante como un experimento en sí es el diseño teórico de éste. A la hora de comprobar si un nuevo fármaco es potente y eficaz, lo correcto es cotejar sus efectos con las mejores drogas ya existentes en el mercado. Sin embargo, lo que se hace en muchos casos es comparar al candidato simplemente con un placebo, o utilizar dosis no apropiadas del producto en investigación.
A pesar de que la realización física de los experimentos puede ser inmaculada, la interpretación de los resultados no lo es. El paso siguiente, una vez que se tienen los resultados experimentales, es la validación de éstos por la comunidad científica. Un descubrimiento o avance científico no se considera tal hasta que no se publica en una revista que posea un proceso de selección por revisión por pares (la aceptación o rechazo de los trabajos se hace sobre la base de informes realizados por evaluadores externos, imparciales y anónimos).
Ningún científico serio puede fiarse de resultados no publicados de esta forma. Sin embargo, muchos de los resultados de los experimentos financiados por compañías farmaceuticas no se publican nunca en este tipo de revistas, sino que lo hacen en congresos o simposios. A pesar de esto, los medicamentos son finalmente aceptados por las agencias oficiales correspondientes y puestos a la venta.
Soluciones difíciles
En este juego los médicos pueden hacer poco o nada. A pesar de que, con su mejor voluntad, receten los fármacos que crean realmente ser los mejores, pueden estar confundidos. Pero no confundidos por los visitadores médicos, sino por la letra pequeña de los informes científicos.
Según lo anterior, la única manera que tendría un médico para estar seguro de que una medicina es más efectiva que otra, o por lo menos para tener una opinión crítica independiente, sería acercarse a la biblioteca de una universidad próxima y revisar todas las publicaciones científicas relacionadas con el descubrimiento y desarrollo de una determinada sustancia, algo que es muy difícil de llevar a la práctica.
Pero es que, además, otro estudio publicado en el mismo número del BMJ analiza la fiabilidad de la bibliografía cuando se trata de trabajos financiados por la industria farmacéutica, e indica que es virtualmente imposible elegir un fármaco adecuado sumergiéndose en la biblioteca, ya que incluso las publicaciones en revistas con evaluadores externos están sesgadas por factores diversos.
Por ejemplo, existe una tendencia de las compañías privadas para publicar sólo los resultados que les resultan favorables, escondiendo otros resultados que pueden ser científicamente correctos, y muy interesantes, pero que no les conviene airear. Esto no ocurre, sin embargo, con la investigación financiada por otras fuentes.
El ejemplo de la publicidad de antidepresivos
La tergiversación o el ocultamiento de información alcanza de manera escandalosa a muchos ciudadanos a través de las campañas de publicidad de algo tan delicado como los fármacos para tratar la depresión. Esta dolencia afecta a millones de personas en todo el mundo y su tratamiento habitual es el farmacológico, principalmente con sustancias que actúan sobre los niveles de serotonina, una molécula muy común en el sistema nervioso.
Aunque funcionan, no está demostrado científicamente que la serotonina tenga algo que ver con la/s causa/s de la enfermedad. Este hecho, ignorado por muchos médicos, es hábilmente tapado por las todopoderosas industrias farmacéuticas, que venden millones de esos medicamentos cada año.
En la página web española de Lilly, fabricante del Prozac, puedo leer esto sobre la depresión: se ha comprobado que existen alteraciones de unas sustancias químicas presentes en el cerebro. (…) En los pacientes depresivos, los niveles de estas sustancias están disminuidos. Los medicamentos antidepresivos se encargan de regularlas y de que vuelvan a sus niveles normales. Según parece son todas afirmaciones incorrectas (ver más abajo). Frases similares pueden encontrarse en la publicidad de otras compañías.
En un artículo recién publicado en PLoS Medicine, se revela el uso despiadado que hacen las empresas farmacéuticas de los preparados antidepresivos de tipo ISRS (Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina). A este grupo pertenecen medicamentos como la fluoxetina (Prozac), sertralina (Vestiran, Aremis), paroxetina (Seroxat, Motivan) y otros.
Esos medicamentos alivian la depresión pero, curiosamente, no se sabe cómo. El éxito que tienen en todo el mundo se debe en gran medida a la publicidad engañosa de las compañías que los venden, con la complicidad de las agencias estatales de turno y también del desconocimiento y/o frivolidad de algunos médicos.
Serotonina y depresión
El funcionamiento de los ISRS es, en principio, sencillo. La mayoría de las neuronas (células principales del sistema nervioso) se comunican entre sí mediante una sustancia química o neurotransmisor: en los lugares llamados sinapsis estas sustancias son liberadas por una neurona –la que envía información– y captadas por la superficie de otra –la que recibe la información–.
La liberación del neurotransmisor está siempre acompañada de la casi inmediata eliminación del mismo, de tal manera que tiene muy poco tiempo para actuar sobre la célula receptora. Si esta eliminación falla o se bloquea, el neurotransmisor tiene más tiempo para actuar, por lo que aumentan sus efectos.
La serotonina es una de estas sustancias transmisoras de información. Actúa en muchísimas sinapsis del sistema nervisoso y está siendo eliminada continuamente por un proceso de re-captación: es absorbida, captada de nuevo por la neurona que la liberó. Los fármacos ISRS impiden esta recaptación, de tal manera que la serotonina permanece más tiempo de lo normal en las sinapsis, aumentando su efecto sobre las células receptoras.
La teoría inexistente
Por razones todavía desconocidas, esta estrategia de aumentar los niveles de serotonina en las sinapsis ayuda a mejorar los síntomas en la mayoría de las depresiones. Este hecho dio lugar hace años a la teoría de que la depresión es un desequilibrio químico en el cerebro consistente en una disminución en los niveles de algunos neurotransmisores.
En la actualidad, instituciones, médicos y el gran público tienen asimilado que esa relación (menos serotonina = depresión) es una teoría científicamete válida, pero no es así: no hay absolutamente ninguna evidencia científica seria que demuestre la existencia de una deficiencia de serotonina en la depresión, ni en ningún otro desorden psiquiátrico.
Esta es al menos la tajante conclusión de Jeffrey R. Lacasse y Jonathan Leo, los dos autores del artículo de PLoS Medicine (del Florida State University College of Social Work y el Lake Erie College of Osteopathic Medicine repectivamente). El hecho de que los fármacos ISRS funcionen relativamente bien –el Prozac es el antidepresivo más recetado de la historia– dio lugar a la citada teoría, pero esto de buscar la causa de una enfermedad sobre la base de la respuesta a un tratamiento es un mal argumento; es algo así como decir que, ya que el Frenadol o la Couldina alivian los síntomas del catarro, éste se debe a la existencia de niveles bajos de esos compuestos en el cuerpo.
La confusión está en todos los niveles: en el portal tecnociencia, gestionado por el Ministerio de Educación y Ciencia español, y con el apoyo técnico del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas), puede leerse algo similar a lo que aparece en la publicidad de las campañas farmacéuticas se ha demostrado que la bioquímica del cerebro juega un papel significativo en los trastornos depresivos. Se sabe que las personas con depresión grave tienen desequilibrios de ciertas sustancias químicas en el cerebro, conocidas como neurotransmisores. Pues no, no hay nada demostrado en la literatura científica.
Hay instituciones –como la británica National Institute for Clinical Excellence– que, tomando los datos científicos con rigor, aconsejan tratar la depresión moderada con métodos no farmacológicos (por ejemplo la psicoterapia).
¿De dónde viene la confusión? Los autores del artículo comentado creen que de la publicidad de las empresas farmacéuticas, que no dudan en utilizar frases científicamente inexactas para distribuir sus productos por el mundo. Esto –aseguran Lacasse y Leo– lleva a una sociedad hiper-medicalizada, con pacientes que acuden a las consultas influidos por lo que escuchan en los medios de comunicación y que pueden ser escépticos con los médicos que les dicen que es mejor una terapia alternativa a la farmacológica.
Además de la intoxicación mediática, también entra en juego muchas veces el interés por la no-información, ya que estas compañías no sacan a la luz los datos de los estudios que no le son favorables –hay por ejemplo estudios que demuestran que sustancias placebo u otras como el extracto de hipérico (Hipericum perforatum) son tan eficaces en el tratamiento de la depresión como los ISRS–.
Todos, o casi todos, perdemos
Con esta prostitución del proceso de creación científica todos perdemos, empezando por los pacientes. Estas medias verdades son financiadas por las grandes compañías, distribuidas por los visitadores médicos y dispensadas por los médicos a todos nosotros. Unos pie_generalrden credibilidad y otros la salud.
Muchos laboratorios universitarios no tienen más remedio que aceptar suculentas ofertas de las grandes compañías para seguir investigando, ya que los gobiernos son extremadamente inútiles para comprender que la investigación científica es algo que beneficia a toda la sociedad. La mejor solución sería convencer a los políticos de la necesidad de invertir en el desarrollo científico y tecnológico. El problema es que las ciencias funcionan a largo plazo, pero los políticos no.
Fuente: Tendencias Científicas
Autor: Xurxo Mariño
Xurxo Mariño pertenece al Grupo de Neurociencia y Control Motor de la Universidade da Coruña, Neurocom, y colabora con el laboratorio del Dr. Sur del MIT (Massachusetts Institute of Technology, EEUU). Realiza investigación básica acerca de aspectos muy concretos del funcionamiento de una estructura maravillosa: el sistema nervioso.