A los que nos gusta el café lo comprobamos todos los días. Nos acabamos de levantar. Nos acercamos a la cocina. Preparamos la cafetera: agua y café molido puro. Pasan unos instantes. El líquido elemento traspasa el fino polvo marrón oscuro. El olor es delicioso, y aún lo es más cuando lo vertemos en la taza. Estábamos ligeramente dormidos y despertamos de golpe. Un delicioso aroma impregna la cocina.
Pero, ¡oh desilusión!, colocamos los labios en la taza y depositamos en la boca una pequeña cantidad de líquido, pero su sabor no es tan enriquecedor. ¿Qué ha pasado? ¿Qué se ha perdido por el camino? Acabo de leer en The Telegraph, en un artículo publicado hace más de dos años, que un grupo de científicos han encontrado una explicación al cambio. Al parecer, cuando tragamos el café, entra en acción un segundo sentido del olfato, el que se activa cuando el líquido llega, a través de la boca, a la parte posterior de las fosas nasales.
La explicación está en que la actuación de las terminaciones nerviosas que captan los olores no actúan de la misma forma cuando estos fluyen de fuera hacia dentro que cuando lo hacen en sentido contrario. Esto es lo que ocurre con el café olido, el que está en la taza, y el saboreado, el que introducimos en la boca. Y aún hay más. De los 631 productos químicos que se combinan para formar el aroma del café, 300 se pierden cuando éste se combina con la saliva.
No siempre la actuación del segundo sentido es igual. Así, en el caso de algunos quesos de infausto y repelente olor, ganan enteros cuando se saborean al ser masticados y deglutidos. Se sabe además que, aunque existen sensores del sabor en la lengua, lo que nos conquista es el olor, aunque en ocasiones, como en el caso de los citados quesos, sea el segundo sentido del olfato el artífice del placer.