La imagen, o las imágenes, están ahí y tienen una notable incidencia sobre nuestro ser y estar. Pensemos en alguien que acude a un comercio de electrodomésticos con la idea de adquirir un televisor. Como primer requisito, tendrá la necesidad de saber si en él tienen el producto que busca.
Podría interrogar para ello a un dependiente del establecimiento, pero también sería una fuente de información al respecto, menos densa y más rápida, observar el escaparate. Y, efectivamente, allí está el objeto pretendido: un aparato de televisión que da una idea sobre los aparatos que hay en el interior.
En el escaparate, el objeto está funcionando y nuestro presunto comprador advierte que el televisor existe. Tiene un funcionamiento adecuado, y es atrayente como bien de consumo. Es válido para muchas personas.
La imagen como reclamo
Pero también puede ocurrir que el televisor del escaparate esté apagado e, incluso, que no existiera un aparato, un televisor, real sino la imagen fotográfica a gran tamaño. En realidad daría lo mismo. Del objeto – televisor a su imagen ha habido una reducción, una mutación de equivalencia, pero no una transformación.
La fotografía del televisor es capaz de transmitir exactamente lo que se pretende, de igual manera que lo conseguiría, a distinto nivel, otra representación icónica, como un dibujo.
Si fuese necesario recibir información de un empleado, es posible que estuviera tan familiarizado con el léxico relativo al tema, que presentara el objeto deseado de manera figurada, a través de tropos.
Así podría ofrecer la imagen de un determinado aparato suministrando un mensaje fuerte gracias a la marca o al logotipo que la identifica. O bien, quizás, utilizara la representación icónica de una de las partes reconocibles del aparato. Por ejemplo, el teclado, los sensores, o la antena, por la que se identificaría el televisor, al igual que el radiador de un automóvil, es suficiente para captar la imagen completa del coche.
En cualquiera de estos casos, el objeto – televisor sigue estando en exhibición o almacenado, pero ya dispone de información sobre él tras el examen del escaparate o la explicación del vendedor.
En este caso, el consumo no se dirige al objeto, ya no hace de él su razón esencial, sino que apela a su representación, a su imagen. Y los objetos abdican de su posición específica de significar para cedérsela a una imagen poderosa que ya ha adquirido su propia autonomía, se ha convertido en discurso sobre si misma.
La imagen se ha constituido en el universal de la era tecnológica, en el soporte más desarrollado de la masificación dentro de las sociedades neocapitilistas.
Y en lugar de una bebida refrescante, se ofrece al consumidor para usufructo de su retina una imagen que la sugiere: el tapón de la botella o la evocación de las burbujas, por ejemplo.
El mundo actual tiene una de sus características fundamentales en la proliferación de imágenes que representan a sus objetos respectivos. No sería posible imaginarse una sociedad sin la referida inflación ambiental de imágenes.
Esta tendencia va en aumento y a pesar de que el aprendizaje humano se realiza inicialmente a través de experiencias táctiles, muy pronto lo icónico entra en acción y el ojo atrapa al niño antes de que sea capaz de mover su cuerpo sin torpeza. A partir de entonces ya no podrá escapar nunca de la asfixiante densidad iconográfica, y los impulsos visuales regirán en gran parte su existencia.
Como ejemplos de la aludida densidad de imágenes podremos establecer que un cartel permanece en la visión varias décimas de segundo y que en un trayecto cotidiano de duración normal retenemos una veintena de carteles.
Conclusión
Si repasamos un periódico, revista ilustrada o sitio web en veinte minutos, habremos acumulado información sobre un número variable de imágenes que oscila de veinte a doscientas.
Fuente: Temas Clave de Aula Abierta Salvat – El poder de la imagen. Publicado en el año 1981
Autor: Domènec Font