Todos los días que puedo voy a tomar un vino (o dos, si se tercia) a una cafetería que hay al lado de mi casa. El fin del viaje es fundamentalmente social, ya que me encuentro con amigos y conocidos. Hablamos de diversos temas, con los dos tópicos más habituales por medio, el fútbol y la política, y hasta contamos algún que otro chiste. Las reuniones, de poco más de media hora, tienen sobre todo una función terapéutica, tratamos de hacer realidad nuestras necesidades sociales.
Recuerdo lo que presencié hace ya algún tiempo, algo que me sorprendió y me llenó de rabia. Un individuo, de más de sesenta años, se acercó a la barra y pidió un país (un vino tinto de bajo coste). El dueño de la cafetería se lo sirvió y le ofreció una de las tapas frías de una bandeja. Le invitó también, como es habitual, a que pidiese una tapa de cocina, que el cliente escogió de la lista ofrecida. Cuando aún estaba disfrutando del pincho moruno recién hecho, colocó una moneda de dos euros encima de la barra. Roberto (he cambiado el nombre a propósito), el dueño, le dijo, «le cobro también el vino que me quedó a deber el otro día» (dos euros en total). El tipo, cogió los dos euros y le espetó al dueño: «ya te los pagaré, que ahora tengo que ir a un sitio». ¡Menuda disculpa! Roberto, por respeto, se calló y asintió, y el tipo se fue con todo el descaro del mundo.
Roberto me contó entonces lo que le había pasado hacía sólo dos días. Un señor, con muy buen aspecto, se sentó en una mesa y pidió un café cortado y un chupito de JB 15. Después de servirlo y, cuando aún no habían transcurrido dos minutos, le dijo al dueño: «chico, ¿me puedes traer el periódico?» (El señor, con muy buen aspecto, solo tenía que levantarse y cogerlo de encima de la barra). Roberto, solícito, se lo llevó sin rechistar. Pasaron otros dos minutos y volvió a inquerir: «chico, ¿me puedes traer un vaso de agua?» Roberto se lo sirvió sin rechistar. Pero, ¡oh desfachatez!, cuando el tipo se disponía a pagar le explica al camarero y propietario de la cafetería (a Roberto), que dejó su Audi en el taller y que le quedó la cartera dentro, por lo que ahora no tenía dinero, que volvería más tarde a pagar. Se fue, y aún, dos años después, no ha vuelto.
La mujer de Roberto contó lo que le había pasado a ella también hacía no muchos días antes. Una mujer, al parecer cuidadora de dos niños que venían con ella, se tomó cuatro cañas con sus respectivas tapas, y una ración de raxo. Estaba muy eufórica, hablando con todo el mundo. Los niños, a lo suyo, jugando, pero sin molestar demasiado. Se acercó un marroquí vendiendo cachivaches y la cuidadora, eso sí sin comprarle nada, lo invitó a un café… Y llegó el momento de pagar (el marroquí ya se había ido)… La mujer metió su mano en el bolso y, ¡oh desgracia!, dijo con total tranquilidad: «me dejé la cartera en la farmacia, ya vengo a pagarte dentro de un momento». Se fue y aún no ha vuelto.
Los tres relatos ofrecen algo en común, los dos individuos y la chica tienen más cara que espalda, pertenecen al grupo de los caraduras, por recurrir a una palabra respetuosa dentro de lo que cabe. Sus acciones, que estoy seguro que repiten en otros lugares, se encuadran dentro de lo que hemos denominado enorme desfachatez. Y la tierra sigue girando…