Son pocos hechos tan cotidianos, pero al mismo tiempo tan importantes, como la vida. Sin embargo, ¿sabríamos contestar qué es la vida? Esta pregunta, que aún hoy encuentra difícil respuesta, ha sido una constante para los hombres de todos los tiempos, que han intentado encontrar el porqué de la diferencia entre los seres vivos y aquellos que no lo son.
Desde un principio, las ideas han estado encuadradas en dos doctrinas opuestas: las materialistas o mecanicistas, que suponían que la vida no era más que el resultado de una organización más o menos compleja de la materia, y las vitalistas o finalistas, que proponían que la vida tenía su origen en una fuerza superior que insuflaba a los seres un principio vital, que en el caso de los hombres se identificaba con el alma.
Los primeros defensores de estas teorías fueron dos filósofos griegos: Demócrito de Abdera (470-380 a. de C.) y Aristóteles (384-322 a. de C.). El primero de ellos, claramente materialista, suponía que toda la materia estaba formada por unas diminutas partículas, tan pequeñas, que él mismo las llamó átomos, que en griego significa «indivisibles».
Estos átomos, según Demócrito, serían los responsables de las características de la materia. Así, por ejemplo, el fuego quemaba porque estaba formado por átomos recubiertos de espinas, del mismo modo que las propiedades del agua se debían a que sus átomos eran muy ligeros y poseían una superficie muy lisa.
Siguiendo esta teoría, el filósofo griego suponía entonces que la vida era debida únicamente a que los seres que la poseían tenían un tipo particular de átomos redondeados que, dispersos por todo el organismo, les proporcionaban las características vitales.
Totalmente opuesto a esta teoría, Aristóteles mantenía que los seres vivos estaban compuestos de idénticos elementos que la materia inerte, pero que, a diferencia de ésta, poseían una fuerza o principio vital concedido por un ser superior. Este principio vital se consideraba inmortal, no teniendo la vida fin en sí misma, sino en función de su Creador.
Aunque a lo largo de los siglos ambas teorías han sufrido modificaciones tendentes a evitar la radicalización de las distintas posturas, la polémica entre materialismo y vitalismo ha sido una constante histórica influida más por doctrinas filosóficas y religiosas que por un estricto pensamiento científico.
Desde este último punto de vista, la diferencia entre teorías materialistas y vitalistas no supone un mayor escollo, ya que ambas pretenden definir un concepto abstracto de vida que, a nivel científico, no tiene mayor importancia, ya que el estudio de los seres vivos, de su origen y. evoIución, es independiente de la definición que sobre la vida se pueda realizar, estando basado únicamente en los datos objetivos sobre estos seres. Su organización, su estructura y su comportamiento, que los hombres de ciencia han sido capaces de recopilar a lo largo de siglos de estudio e investigación.
La definición de muerte
Desde la más diminuta de las bacterias hasta el mayor de los animales, pasando por todo el reino Vegetal, cada uno de los seres vivos que existen sobre nuestro planeta presenta un ciclo vital: en algún momento nacen, durante un periodo de tiempo más o menos largo desarrollan sus funciones vitales, y, finalmente, mueren.
La discusión filosófica sobre la definición de vida va lógicamente unida a la propia definición de muerte, sobre todo cuando ésta se refiere a un ser humano. Así, para los filósofos vitalistas, la muerte de una persona se produce en el momento en que el alma abandona al cuerpo, mientras que los materialistas entienden la muerte como una fase más del ciclo de la materia.
El problema de la muerte tiene, no obstante, aspectos legales que no presenta la definición de vida: la ley necesita determinar exactamente si un individuo ha muerto, y en qué momento ha tenido lugar tal hecho, para proceder a la inhumación o cremación del cadáver, o para extraerle órganos destinados a un trasplante.
Durante muchos años, la muerte de una persona vino definida por la aparición de una serie de características típicas -la palidez, el denominado rigor mortis, etc. -que, junto a la aparente falta de funcionamiento de ciertos órganos vitales como el corazón o los pulmones, permitían considerar al individuo como muerto.
Sin embargo, las nuevas técnicas de reanimación y el aumento de las posibilidades en lo referente a transplante de órganos han obligado a encontrar una definición más exacta para determinar el momento en que se produce la muerte.
Al principio esta definición se basó en la actividad cardiaca del individuo, de forma que, cuando ésta desaparecía, la persona se consideraba legalmente muerta. Pero el desarrollo de sistemas de circulación extracorpórea, que permiten subsistir a una persona aun sin corazón, ha obligado a cambiar esta definición de muerte, y en la actualidad se basa en la ausencia de actividad cerebral determinada por la aparición de líneas planas en un electroencefalograma. En el momento en que tiene lugar este hecho, el individuo es considerado «Clínicamente muerto».
Fuente: Temas Clave de Aula Abierta Salvat – La vida: origen y evolución. Publicado en el año 1980
Autor: Benjamín Fernández Ruiz.