El hombre no ha dejado jamás de reflexionar sobre la muerte, sobre su origen, sus causas, su significación, sus modalidades y sus consecuencias, porque la muerte es, sin duda, un tema profundamente humano. Sin embargo, puede afirmarse —como ya hacia E. Morin en 1974— que las ciencias del hombre apenas han incidido en el estudio de la muerte (aunque ninguna haya podido evitar su inexcusable presencia) y, cuando lo han hecho, ha sido siempre desde perspectivas puramente especulativas.
La contradicción es todavía mayor si se tiene en cuenta que la muerte es, probablemente, el rasgo mas cultural del hombre, ya que significa una ruptura absoluta entre su mundo y el del animal. Puede decirse que el hombre es verdaderamente hombre desde que entierra a sus muertos, pues esta actitud introduce plenamente la racionalidad en el proceso físico de la Naturaleza y fundamenta la autovaloración consciente de un ser que se siente distinto, punto y aparte en la escala zoológica, capaz no ya solo de modificar su entorno a través de diversos útiles, sino de expresar una percepción del mundo y de si mismo en la que hunden sus raíces la esencia misma y el significado de la trayectoria vital de la Humanidad.
La actitud del hombre ante la muerte supone un gran avance en el proceso de hominización, de ahí que sea un asunto clave a la hora de llevar hacia adelante cualquier proyecto que pretenda comprender que es el ser humano.
Es cierto que las características del fenómeno en cuestión no hacen fácil su tratamiento, ya que la muerte es, por definición, lo opuesto a la vida, » una cancelación siempre posible» – como decía el filósofo francés J. P. Sartre – «de lo que puedo ser, lo cual está fuera de mis posibilidades». Y fuera también, cabría añadir, del campo de experiencias verificables del que la ciencia hace su objeto.
Quizá esta dificultad de análisis científico de la muerte sea la razón principal que explique el escaso tratamiento a que aludíamos al principio. Pero esta carencia de estudios científicos también puede considerarse como síntoma y consecuencia de un fenómeno detectable en la sociedad contemporánea: la negación de la muerte, su ocultamiento, debido probablemente al hecho de que, en una época en la que el triunfo de la ciencia y los logros técnicos aproximan al hombre a un hipotético dominio de la Naturaleza, la muerte continúa alzándose como el obstáculo supremo, la gran negadora de todos los esfuerzos en pro de un mundo sin fisuras.
En este sentido, la muerte continúa teniendo el carácter de tabú que siempre ha poseído a lo largo de la Historia en culturas y civilizaciones muy diferentes. Un tabú ante el que el hombre experimenta un sentimiento inevitable y difícil de calificar: mezcla de pudor, miedo, angustia, curiosidad, desolación, y acaso también de serenidad y esperanza.
Una breve mirada a la historia de la cultura humana pone inmediatamente de manifiesto la agigantada presencia de la muerte: ella ha sido, junto con el amor, el tema por excelencia acerca del que los poetas han dejado oír sus líricas voces; representaciones de la muerte aparecen en las muestras artísticas de todos los pueblos conocidos; todas las religiones de la Tierra han pretendido dar su respuesta ante el fin del hombre, y, en muchas ocasiones, la muerte ha sido el centro en torno al que se ha organizado la vida.
De aquí se deduce que acercarse al tema de la muerte es una empresa no exenta de dificultades. Si en el caso de la perspectiva científica los problemas derivan de la falta de estudios consistentes, en el ámbito del arte, la espiritualidad, el pensamiento y la antropología, las dificultades provienen de lo mucho que se ha dicho, pensado o creado en relación con la muerte.
Fuente: Temas Clave – La muerte: realidad y misterio
Autores: Francisco Ramos, José M. Sánchez-Caro y Jesús Sánchez-Caro