Me estoy refiriendo a uno de esos moluscos testáceos de la clase gasterópodos, al que vive sobre la tierra, no en el agua. Al que posee una voluminosa concha. Al que puede sacar parte de su cuerpo, principalmente la cabeza, fuera de esa concha. Todos nos fijamos en una zona destacada de esa cabeza, formada por la boca y por dos o cuatro tentáculos, conocidos vulgarmente por cuernos. Nos referimos a esos cuernos, ya que cuando el caracol comprueba que el medio es propicio, los saca al sol.
Los caracoles son hermafroditas, es decir, no tienen un sexo definido. Me refiero a que un caracol no es ni macho ni hembra, sino todo en uno. Las gónadas del caracol son capaces de producir gametos masculinos y gametos femeninos, pero para que se produzca la reproducción deben aparearse dos individuos, ya que no está soportada la autofecundación.
Lo que nunca me imaginé es que un ser humano, mujer u hombre (mas bien la primera que el segundo, por lo que se deduce de la foto), pudiese transformarse en un caracol. Que tras colocarse sobre un colchón, el de una cama, se produjese una transmutación corpórea. Pero, por lo que se ve, todo es posible. La muestra la tenéis en la imagen que he descubierto viajando por Imgur.
Si nos fijamos en tan singular animal (me vale el original y el que se encuentra sobre la cama), observaremos su concha espiral, en donde se encierran elementos necesarios para este ser que se arrastra sobre el suelo, activando una serie de contracciones musculares ondulatorias, armónicamente organizadas, centradas sobre lo que llamamos el pie del caracol. Su lentitud en el desplazamiento no está reñida con la seguridad. Un cierto grado de mucosidad, elaborado con el fin de permitir el movimiento, hace que deje una huella indeleble por los lugares sobre los que pasa. Lo que no significa que ocurra lo mismo con el caracol camero, ¿o sí?