Las bacterias, esos seres unicelulares que están en la Tierra desde los orígenes de la vida, que son parte de ese origen, se alojan en seres vivos e inertes, en la materia orgánica y en la inorgánica. Nuestro cuerpo está constituido por millones de bacterias, tal como nos cuenta Eduardo Punset en su obra Por qué somos como somos. Nos relata también Punset lo que un día le explicó un amigo suyo, biólogo de profesión, hablando de la vida sexual de las bacterias: «La gran Elizabeth Taylor se zambulle en una piscina con su grandes ojos violeta abiertos y, a través de su boca semiabierta, traga una serie de genes que le cambian el color del iris a marrón. Sale del agua y se seca con una toalla que alberga genes de palomas y flores y… la gran Liz Taylor alza el vuelo con los ojos marrones y con flores en las alas. ¿Te lo imaginas? Pues esa es la vida sexual de las bacterias».
Las bacterias son los seres que más abundan en la Tierra. Son capaces de captar el ADN que está disponible en el entorno en el que viven, sea de la especie que sea, por lo que podemos decir que son enormemente promiscuas. Esto contradice a los que defienden o creen que las moléculas de ADN sólo se pueden intercambiar entre individuos de una misma especie. En el mundo de las bacterias no es así, no les importa intercambiar información genética con seres que no tienen, en apariencia, nada que ver con ellas. Su sexualidad no respeta cánones. Son infieles por naturaleza.