Hay muchas cosas que los seres humanos damos por sentadas, o que no nos tomamos el trabajo de analizar y valorar debidamente.
Una de ellas es el calibre de la relación entre un hijo (o hija) y su madre. Mientras uno está en el vientre materno no hay distinción entre ambas personas. El hijo no percibe que él y la madre son dos seres diferentes. Se halla cómodo, en un lugar cálido y a resguardo. No necesita respirar mecánicamente, porque el oxígeno necesario le llega a su sistema circulatorio a través de la placenta y del cordón umbilical. El anhídrido carbónico se va de la misma manera y tampoco tiene hambre; lo que necesita está siempre en su sangre (a menos que la madre esté padeciendo una necesidad extrema, pero lo que precisa -si queda algo- lo quita de la madre). En una situación normal, un ser humano en gestación no necesita nada, porque todo le viene servido. Ignora lo que es necesidad hasta que nace. Él forma parte de su entorno y el entorno es él. Su madre y él son uno solo.
Pero por fin viene un día en el que tiene que salir fuera de su madre. Todo cambia y mucho. No importa que hayan tratado de aumentar la temperatura del lugar de alumbramiento: falta la contención, faltan la intimidad, el contacto estrecho, la media luz rojiza o la oscuridad, ese latir familiar que, cual música, le acompañó en su hospitalaria estancia. De pronto, pierde el abrazo del cuerpo de su madre que, hasta ahora, era él mismo. Él no sabe qué es un cuerpo, ni qué es un abrazo; hasta, quizás, tampoco sepa qué es una madre. Pero todo eso le falta. Es como si el universo en que vivía se hubiese hecho infinito en un instante, aunque él no sabe lo que es un instante, ni un universo, ni el infinito. Pero lo siente. Súbitamente se agrega que su sangre perdió contenido de oxígeno y éste ya no llega más como antes. Él tampoco sabe nada de esto, pero algo lo obliga a reaccionar de la manera adecuada: llora, grita. Vacía sus pulmones de algún resto de líquido y los llena de aire. Hace un rato, apenas, que acaba de nacer y ya ha terminado de rendir su primer examen y de aprender su primera lección en su nueva vida: que necesita, que tiene que pedir. Y esto aunque no sabe nombrar el concepto, ni escribir su nombre, ni puede explicarlo a otros. Ya vendrán nuevas lecciones. Por ahora, en el más profundo y primitivo rincón de su cerebro siente algo que después sabrá cómo llamar, pero que nosotros reconocemos que es la necesidad, y que si expresa su presencia con el llanto esta sensación desaparece y el equilibrio se restablece, todo viene a ser un poco más parecido a lo que perdió. Un poco, nada más. Un poco parecido.
Lo colocan sobre la madre y… ¡ah! ¡Ese latir tan familiar otra vez! Y calor… vuelvo a sentir algo alrededor mío. Aquí está, de nuevo… Pero hay algo distinto…
Ante una nueva sensación desagradable, otra queja y un pecho tierno dejará salir un líquido tibio que saciará la demanda, trayendo nuevamente la calma. Pero sus ojos verán algo que nunca antes habían mirado. La imagen no puede estar en foco y no lo estará hasta cumplido el primer año de vida, pero paulatinamente se irá haciendo cada día más clara. En poco tiempo ensayará torpes caricias a ese pecho que le trae paz, mientras fija sus ojos en los de su madre.
Durante este proceso, él aprende, con dolor, que entre la sensación desagradable de la falta y la respuesta restauradora transcurre una espera. Es su primera lección acerca del tiempo y también esto le dice que él y la madre no son uno. Pero hay mucho que aprender todavía. Algunos nunca lo logran.
En algún momento de su existencia él debería darse cuenta que por un tiempo largo no necesitó pedir nada. Todo lo tenía, no había carencias, como en un nirvana. Después le hizo falta pedir y fue saciado. Por último, comenzaron a pedirle a él y debió saciar a otros.
Uno debería darse cuenta que comenzaron dándonos todo sin tener siquiera que pedirlo. Es una deuda que adquirimos aun antes de ver el mundo de afuera. Recibimos sin que se nos pidiera nada a cambio. Deberíamos responder dando todo sin esperar respuesta. Solamente como acto de justicia, porque nos dieron. Antes de hacer nada por alguien.
Pero, después, nos enseñaron a pedir, para aprender que todo no era uno mismo y que existen otros que también tienen necesidades, aunque satisfagan ocasionalmente nuestras demandas. Solo después se nos pidió dar a nosotros. ¿Cómo respondimos?
Hay mucho que aprender: que, del cielo para abajo, no hay nadie que ame como puede hacerlo una mujer, especialmente si es madre. Y más: esta maravillosa mezcla de un proceso biológico y una escuela de vida, ¿se hizo por la casualidad ciega? ¿O es obra de un Ser sabio, justo, inteligente y que, además, es la fuente de vida y es Amor? ¿Quién programó todo para que supieras que no eres todo cuanto hay, sino que hay otros y que tienes necesidades y puedes cubrir las de otros?
Hay mucho que preguntar, mucho que responder, mucho que meditar. Y una sola certeza: Alguien nos amó primero.
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En nuestro afán por recuperar viejos escritos, hemos recurrido a lo publicado en los Foros de Batiburrillo y traído a portada lo que acabáis de leer. Su autor es Carlos Alberto Carcagno, residente en Argentina. Lo publicó en el mes de noviembre del año 2013.