Como en tantas otras ramas del saber, son los griegos clásicos los primeros en establecer la relación existente entre alimentación y salud. Así, Hipócrates, verdadero padre de la Medicina, propone una serie de preceptos basados en esa relación que atestiguan una vez más la objetividad y precisión de sus observaciones clínicas.
Sin embargo, las extrañas propiedades que muchas culturas han atribuido a ciertos alimentos han sido durante siglos, y a veces continúan siendo, las bases sobre las que se ha fundado la alimentación de bastantes pueblos. Por ejemplo, algunos pueblos primitivos continúan bebiendo la sangre de los animales que capturan o comiendo su corazón, con la vana esperanza de adquirir la velocidad o el valor que atribuyen a sus víctimas. Incluso en nuestros días, algunos entrenadores atléticos insisten en alimentar a sus entrenados con grandes cantidades de carne, con la esperanza, infundada, de que la misma contribuya a su desarrollo muscular.
La hipótesis de Lavoisier
Se puede establecer que el estudio realmente científico de la nutrición comienza a finales del siglo XVI, cuando el químico francés Antoine Lavoisier (1743-1794) dedujo de sus observaciones que la vida era una función química, comparando el proceso respiratorio de los animales superiores con una forma de combustión similar a que tiene lugar en el mundo inanimado.
Para comprobar su hipótesis, Lavoisier midió el consumo de oxígeno durante la respiración del hombre y de algunos animales superiores y, con la ayuda del también francés Pierre Simon Laplace (1749-1827), construyó un calorímetro capaz de medir, determinando la cantidad de hielo fundido, el calor emitido por un animal.
Los alimentos son combustibles
Los trabajos de Lavoisier fueron continuados por varios fisiólogos alemanes de la Escuela de Munich, Pettenkofer, Voit, Rubner, y sus discípulos de otras escuelas situadas en Estados Unidos y otros países, quienes a finales del siglo XVIII establecieron de una forma definitiva que los alimentos son combustibles cuya oxidación en el seno de los tejidos libera la energía necesaria para el mantenimiento de los procesos vitales, energía que puede ser medida en forma de calor.
Como en cualquier otra combustión, para que se produzca la oxidación de las sustancias contenidas en los alimentos se precisa una cierta cantidad de oxigeno y se libera anhídrido carbónico, gases cuyo intercambio tiene lugar en el proceso respiratorio.
Calor producido y oxígeno consumido
En 1894, el fisiólogo alemán Max Rubner (1854-1932) demostraba, por último, que la cantidad de calor producida por un animal correspondía exactamente a la calculada a partir del oxígeno consumido, o del anhídrido carbónico liberado, y a la calculada a partir de las cantidades de compuestos orgánicos oxidados, con lo que ponía de manifiesto que los seres vivos, como el resto de los cuerpos que existen en el Universo, cumplen una ley física tan básica como la de la conservación de la energía.
Por este motivo, el intercambio de energía en un ser se puede medir por tres caminos distintos: por la determinación del recambio gaseoso, consumo de oxígeno y producción de anhídrido carbónico, realizado en el mismo, o bien mediante el cálculo de la cantidad de sustancias orgánicas oxidadas, o, por último, midiendo la cantidad de calor producida en el proceso.
Fuente: Alimentación y nutrición de Aula Abierta Salvat, escrito por Francisco Grande Covian, y publicado en el año 1981.