Respondiendo a la polémica del Botellón (consumo compulsivo, por parte de jóvenes y adolescentes, de alcohol en la calle) Francisco José Vidal Pardo, presidente de la Asociación Gallega de Psiquiatría, publicó en La Voz de Galicia (hace ya algún tiempo) el artículo que reproducimos a continuación.
Se me pide una valoración del ya manido tema del Botellón, en el marco de un planteamiento multidisciplinar y como psiquiatra abordaré el tema de forma psicosociobiológica y, por tanto, sin duda invadiré el campo de otros especialistas, por lo que anticipadamente pido disculpas.
En principio, destacaré el enfoque toxicológico del botellón, como una ingesta masiva de etanol de forma brusca, generalmente enmascarado con una bebida carbonatada que ayuda a una mejor disolución y por tanto a una más rápida absorción, lo que facilita una mayor deshidratación y disglucosis en un cerebro en edad de desarrollo y por tanto un daño mayor. El que sea de forma esporádica contribuye a empeorar lo antes descrito.
Y tendremos que contar también con el riesgo añadido de la adicción, dado que el etanol, sin duda, cumple criterios de desarrollar tolerancia y modificar conductas con evidente potencial adictivo. Además al rebajar e incluso eliminar el autocontrol, es un factor facilitador de entrada a otras substancias aún más adictivas y tóxicas como las llamadas drogas mayores.
En conversaciones con otros especialistas, lo que preocupa psicopatológicamente además de la ingesta, y la cantidad de alcohol consumida, es también la forma y situación de cómo ocupa el ocio el adolescente, con o sin botellón. Esa forma gregaria y masificada de divertirse, tiránicamente unificada y de forma clara sociopatológicamente dirigida. Siempre es común el razonamiento «hago lo que hacen todos», «salgo porque salen todos», «es la hora en la que están todos», etc. La misma hora, el mismo sitio, los mismos comportamientos…, es decir un condicionamiento de grupo con total pérdida de la individualidad, privación completa de la libertad y conductas inducidas, donde el tóxico es el fin y el objeto, y no un medio.
¿Qué se consigue con esto? Evidentemente lo que se busca: masificación y anestesia química, es decir: no pensar, no profundizar y sobre todo una comunicación superficial, incluso unas relaciones íntimas devaluadas, donde prima la inmediatez y la incomunicación. Y para lograrlo, el modo más cómodo, rápido y barato es el botellón. Por supuesto y por fortuna no todos nuestros adolescentes están en ese submundo.
¿Pero por qué se llega a esta situación? Esto es lo realmente importante si queremos buscar una solución. En todos los foros psiquiátricos llevamos años observando una importante dejación de responsabilidades por parte de los padres en la educación de los hijos, dejación siempre enmascarada en tópicos por todos conocidos: «no quiero que a mi hijo le falte nada», «no quiero que sufra», «al chico no se le puede castigar», «que no se traumatice», etc. Como consecuencia obtendremos un desarrollo de la personalidad con baja resistencia a la frustración, al dolor y al sufrimiento, ausencia en la formación de códigos, valores, normas, y no aceptación de criticas y búsqueda del placer a través de la inmediatez y la evitación de dolor.
Como vemos, esta conducta sobreprotectora del «todo fácil», «todo de regalo», «todo hecho», impide un desarrollo global del individuo con una pérdida de creatividad, de imaginación, de libertad, de capacidad de elegir y discernir, de forma individual o compartida, la ocupación del propio ocio. Aunque no todos los padres están englobados en estas conductas, sí son lo suficientemente frecuentes como para tener que valorarlas dentro del análisis de este problema.
Estos padres, cuando la conducta del hijo se desadapta y comienzan los fracasos y problemas, no aceptan su falta de responsabilidad en la educación de sus hijos, trasladando toda la culpa a los profesores, colegios, sistema educativo, las compañías, etc, en los que pondrá el mal, sin reconocer la propia culpa.
Si la desadaptación y desajuste de la conducta de sus hijos progresa se recurrirá a un segundo escalón, psicologizando o psiquiatrizando al chico y en este límite de autojustificación, casi perversa, los psiquiatras hemos visto con frecuencia a padres que hubieran preferido aceptar una enfermedad mental en sus hijos antes de tener que aceptar su fracaso educacional, cuando se les evidencia que es la falta de normas, de códigos y valores, y no una enfermedad la causa del desajuste de la conducta de sus hijos.
Socialmente se plantean hoy, desde diferentes ámbitos, medidas correctoras, casi todas ya existentes y no aplicadas (limitaciones horarias y de zonas, prohibición o limitación de ventas, de ingesta pública, movidas alternativas, cursos informativos…) y siempre con la eterna polémica de nuestra clase política de utilizar ideologizando y politizando un tema técnico socio sanitario. A mi criterio, cualquier medida que mejore la calidad de la salud de nuestros adolescentes (por cierto cada vez más escasos) será siempre bienvenida. Pero sospecho una total falta de eficacia, si no se comienza por aceptar que la educación empieza en casa, que los padres son los pilares educativos y que tomar una actitud responsable en la educación de sus hijos supone saber que enseñar a sufrir es fortalecer, que enseñar a buscar y no dar es prosperar, que el no conseguir siempre desarrolla la tolerancia, que la necesidad desarrolla la creatividad y la imaginación, que corregir y limitar ayuda a superar barreras… En fin, que decir no es tan importante como decir sí.
Desde aquí empezaremos a ganar la guerra al botellón y recuperaremos para nuestros adolescentes la libertad perdida.