Tienes suerte, estás de vacaciones. Has alquilado un apartamento en Puerto de Mazarrón, cerca, muy cerca de la playa. Está todo muy tranquilo, no hay muchos veraneantes. No madrugas. Te levantas tranquilo, sin prisas. Te pones el traje de baño y esperas a tu compañera del alma, los niños ya han dejado de serlo, son independientes y hacen su vida, no han venido con vosotros. Bajáis a la playa. Montáis la sombrilla. Te sientas en una silla, de las de playa de toda la vida. Aún no ha pasado media hora y te acercas a la orilla, mojas los pies, continúas mar adentro hasta sumergirte totalmente en el agua. Vuelves a la arena, fresco y lozano. Dejas que el sol seque tu piel. A las doce tenéis que ir a tomar el angelus, una caña fresquita con unos pescaitos.
Ya habéis comido, es la hora de la siesta. Os levantáis y vais a dar una vuelta por el paseo de la playa. Hay unos cuantos tenderetes montados. Venden de todo. Tienes que regatear, ofrecer la mitad de lo que te piden por un transistor de marca indescifrable. Al final has conseguido que el vendedor te haga un descuento de cinco euros. No está mal. Volvéis al apartamento. Tienes unas ganas enormes de comerte un bocadillo de panceta, pero en la cocina no hay ningún aparatejo que te permita cocinarla. ¿Qué puedes hacer? Nada lo ilustra mejor que la fotografía. ¿Para qué quieres la plancha del pelo que lleva siempre consigo tu mujer? No tengo más que decir.
NOTA: Quiero aclarar que, tras encontrar la imagen perdida en el fondo de una carpeta del disco duro de mi ordenador, todo lo anterior salió de mi mollera, aunque el lugar en el que se desarrolla la historia existe y que, hace ya algunos años, pasamos allí las vacaciones en más de una ocasión. Pero insisto, nunca me preparé unas lonchas de panceta, para hacer un bocadillo, con una plancha del pelo. ¡Cosas de la imaginación!