Cuando era un adolescente, mi madre me regaló un libro de la Editorial Universitaria de Buenos Aires, que se llamaba «Una Visión del Cosmos. El Universo en cuarenta saltos«. Aunque hoy estaría algo desactualizado con respecto al conocimiento nuclear, no creo que haya perdido una pizca de su gran valor didáctico.
El libro tiene una pequeña introducción y explica cómo se procede para generar cuarenta imágenes destinadas a dar una noción de lo que es el universo y de la posición del hombre en él.
Todas las imágenes son cuadradas: constan de un margen, que es cuadrado mayor, otro cuadrado centrado que es diez veces menor y un punto en su centro. La sucesión de imágenes comienza con una joven de quince años, sentada en una mecedora con un gato en su falda. Ese cuadro lleva el número uno.
El siguiente cuadro tiene el número dos y consiste en la misma joven vista desde una distancia diez veces superior, de tal forma que el cuadrado mayor de la página anterior es ahora el pequeño y el más pequeño el punto.
A medida que transcurre el viaje desde la muchacha hacia el exterior de la Tierra, el paisaje se va ampliando diez veces más y uno va viendo el barrio, la ciudad, el país, el continente y así hasta llegar a un cuadro lleno de puntos blancos que simbolizan galaxias o grupos galácticos, con la leyenda de que el siguiente cuadro debería contener los límites del universo conocido y eso no puede dibujarse.
Después se inicia el viaje en orden inverso, pero a partir de la visión 1; o sea, vemos cada vez más de cerca a la muchacha, siempre centrándonos en el cuadrado menor, que pasa a ser ahora el mayor.
Al principio se ve un mosquito chupándole la sangre a su víctima, un grano de sal que, casualmente quedó sobre la mano de la joven y nos vamos adentrando en el dominio del átomo. Allí los dibujos sólo son grisados cuya intensidad indica la probabilidad de encontrar un electrón en esa parte analizada. Y que, de paso, demuestra que el conocimiento atómico es el que tiene menor sustento sensual, lingüístico e imaginativo de todo el conocimiento material del hombre. Es el que está menos adaptado a la experiencia humana cotidiana.
Con respecto a este valiosísimo libro (que presté y no me fue devuelto), se me ha ocurrido una reflexión que podría discutirse dentro del marco multidisciplinario.
A mí me parece que el hecho de que el hombre pueda llegar a órdenes de magnitudes similares, pero de distinto signo, en su descripción de lo que lo rodea, se debe a una característica propia de nuestros sentidos y el análisis que hace el cerebro de la información que aportan.
Nuestros sentidos reciben estímulos desde todas partes y el complejo cerebro-sentidos tiende a colocar al hombre en el centro de una esfera imaginaria. (La menor superficie con el mayor volumen).
Al principio fue la Tierra el centro del Cosmos; luego el Sol y, por último, pareciera que nada. Sin embargo, si hacemos el estudio de los órdenes de magnitudes, son más o menos iguales en uno u otro sentido (si hay alguna diferencia de una o dos magnitudes, puede deberse a distintos avances en las técnicas correspondientes, pero tienden a ser iguales con el tiempo).
O sea, que aunque el hombre se ha librado de muchos argumentos de sentido común, todavía parece ser el centro de sus conocimientos. Vivimos en una ciencia egocéntrica en sentido experimental, porque los instrumentos no solo tienen una carga teórica, sino también terminan siendo una extensión de nuestros sentidos.
Terminamos viendo, escuchando, sintiendo, algo en el instrumento que mide el experimento. Quizás sea una ciencia egocéntrica en un sentido psicológico también.